7 de noviembre de 2011

El mate, una palabra para dos

Por Víctor Ego Ducrot (*).-

A principios de noviembre de 1538 arribó a América, y con amplios poderes para nombrar gobernador del Río de la Plata, un extraño personaje llamado Alonso Cabrera, poseído por peligrosas manías destructoras. Su peculiar estado mental lo llevó a no tolerar desobediencias y le ordenó a Domingo de Irala prenderle fuego a lo que quedaba del caserío levantado por don Pedro de Mendoza.

Dispusieron entonces  levantar  entre los restos de la quemazón algunos palos o mástiles con mates o calabazas donde encerrar mensajes y claves para los españoles curiosos que pudiesen, en un futuro darse, un vuelta por el lugar. Por consiguiente, y en forma un tanto siniestra, la ciudad de Buenos Aires quedó asociada a los primeros capítulos de la historia del mate y de la yerba. Más o menos así lo cuenta Federico Oberti.

Se le dice mate al recipiente y a las hojas que el contiene para la infusión. El primero es una calabaza y su nombre proviene del quechua matí, palabra que a los conquistadores les resultó más fácil para pronunciar que la guaraní caiguá. “El matí es pequeño y retorcido como un cuerno, fofo porque es hueco y sólo contiene una que otra simiente, no ofreciendo más que su cáscara carnosa y refrigerante; como el pimiento español y otras legumbres, ya para algún arrimado, como el de las coles, ya para rellenarlos o embutirlos de carne picada u otro comestible, en cuyo caso el plato así preparado se llama albóndigas”. ¡Qué mezcolanza no!

Nuestro tradicional mate recipiente no es otra cosa que una caiguá vacía y debidamente tratada, aunque dicho sea de paso, y para aprovechar la oportunidad de la palabra albóndigas, digamos que Argentina las adoptó como parte de su culinaria popular a principios del siglo XX – se comían desde antes, claro-, de carne de vaca molida y especias, con un batido de huevos y pan rallado, en salsa, fritas o al horno. En la actualidad puede decirse que esa elaboración proveniente de la culinaria del Mediterráneo oriental está en desuso; la gastronomía profesional a la  moda de principios de este XXI casi ni las considera; en los hogares no tienen la presencia de antaño, pero si sobreviven en los bodegones y en los restaurantes populares: ¡Hoy, albóndigas con puré!

Pero sigamos con nuestra gran infusión patria. Respecto de la yerba yuyo – la ilex paraguarienses -, comencemos por recordar que su clasificación oficial data 1822 y fue registrada por el botánico francés Augusto de Saint Hilaire. Difícilmente se encuentre respecto de la yerba y el mate un trabajo más amplio y comprensivo que del ya mencionado Federico Oberti. Sigámoslo a él y comprobaremos que, de alguna manera, nuestra infusión regional no sólo está íntimamente vinculada a la fundación de Buenos Aires, sino que forma parte de las construcciones míticas sobre los orígenes mismos del Hombre, y de los caprichos de dioses, brujos y sacerdotes.

“La humanidad empezó con la historia de un árbol y con la pérdida del Edén a causa de ese mismo árbol (…). Y es por todos conocido que cuando las célebres pitonisas griegas cumplían sus ritos, lo hacían masticando hojas de laurel. La yerba fue para los guaraníes (…) un árbol con propiedades divinas, con dioses benefactores y maléficos (…). Entre la coca de los quichuas y la yerba de los guaraníes, la afinidad es de lo más antigua, ya que trata de la transformación de una hermosa mujer en una planta de coca o de yerba respectivamente”.

Los primeros documentos sobre la incorporación del llamado “té de los jesuitas” a la dieta argentina datan, como ya adelantamos,  de los tiempos de Pedro de Mendoza. El “Diario de Viaje” del Capitán Juan Francisco Aguirre ”refiere los primeros años de la recién fundada Buenos Aires (…). Más importante aún se ofrece el caso, por cuanto la yerba ha salido de la jurisdicción geográfica de la Provincia del Paraguay, para establecer su costumbrismo en las desérticas tierras de Buenos Aires, de la que hacían uso, en comunidad con los guaraníes, una importante parcialidad indígena, sus vecinos de esta margen del Paraná, los querandíes”.

Tuvo tanto peso la yerba en las costumbres culinarias, y por consiguiente en la economía de la Argentina de aquellos tiempos  –recordemos de paso que cientos de miles de hombres y mujeres guaraníes fueron explotados en su producción, por jesuitas y laicos-,  que el Consejo de Indias la aceptó como moneda, “llevando  cuenta de que la fanega de trigo con poca paja se vende a cuatro pesos en yerba, que son doce arrobas; la botija de vino de Mendoza cuesta setenta pesos y la botija de aceite, por dieciséis pesos, todo en yerba”.

Por supuesto que ese comercio estaba reservado para los curas y para sus propios peculios, por más que algunos aleguen que a ello sólo se dedicaban para sufragar los gastos de sus misiones sagradas. José Klein, por ejemplo, evangelizador de los indios abipones en tierras que hoy ocupa la ciudad de Resistencia, mercadeó yerba  a granel en tropas de carretas que cada  año fletaba a Buenos Aires, también  con tabaco de Corrientes y maderas del Paraguay. Por supuesto, a los traficantes de “baja condición”, negros y mulatos, se los condenaba a seis años de galera si eran sorprendidos haciéndole la competencia a los “piadosos” hacendados yerbateros con sotanas.

Desde sus orígenes materos, la ciudad levantada a orillas del Riachuelo aspiró a cierto grado de distinción, y así fue como su incipiente burguesía comercial contrabandista dio los primeros pasos hacia la celebración de lo que luego fuera conocido como el mate porteño, concepto más referido al recipiente que a un eventual estilo propio para elaborar o beber la infusión.

El pronto arribo y establecimiento en Buenos Aires de artistas extranjeros contribuyó a aumentar la artesanía de los mates porteños, hechos íntegramente de plata, y “habiendo sido nuestra ciudad la rectora de la ciudadanía argentina, no es extraño encontrar en distintas provincias del norte mates de señalada procedencia bonaerense, llevados por expedicionarios militares, como presentes familiares y por adquisición de exiliados políticos”.

El mismo Oberti señala: “el mate totalmente hecho de plata, pudo haberse convertido en una inoperante artesanía o principal motivo de una floreciente industria suntuaria, si hubiese satisfecho cumplidamente las severas exigencias de todos aquellos que bebemos y saboreamos la infusión con el mismo deleite y gusto que ofrece, amplia y generosamente, la simple calabacilla. Para los materos el mate debe cebarse en la cucurbitácea conocida con ese nombre vulgar, es decir, en el fruto seco de la plana llamada también mate; nada de aparatos de madera hechos a torno, ni mates de plata, de metal blanco, de loza, de porcelana o de cristal y, muchos menos de tazas de tomar caldo y ni aún jarritos de lata o enlozados y hasta de tacitas y pocillos…”

Tomar mate es un hábito argentino que atraviesa a las clases sociales. Está presente en los countries y áreas selectas, pero también en los barrios más pobres de la ciudad y sus arrabales, donde, no caben dudas, cobra su mayor legitimidad tangible y simbólica.

La representación del mate, formulada desde la dimensión tanguera, y como hábito de los porteños que conforman la inmensa masa de gentes que la yugan todo el día, tuvo tanto volumen que aún hoy sigue repiqueteando, incluso, con otros formatos poéticos y musicales. Y, en sentido, una de las composiciones más representativas es Yira yira, de Enrique Santos Discépolo, de 1930: “Cuando la suerte qu’ es grela, / fayando y fayando /te largue parao;/ cuando estés bien en la vía, / sin rumbo, desesperao; / cuando no tengas ni fe, / ni yerba de ayer / secándose al sol; / cuando rajés los tamangos / buscando ese mango / que te haga morfar (…)”.

Viejos acuerdos semánticos de Buenos Aires explican lo siguiente: “si el mate se sirve amargo es signo de indiferencia, en cambio si es dulce es signo de amistad. ¡Cuidado con servir el mate frío!, porque es desprecio, pero el mate muy caliente es amor ardiente y si es lavado significa vayan a tomar mate a otra parte. El amor en el mate tiene sus códigos: si es espumoso significa te quiero; si se le agrega café es un perdón por la ofensa recibida; con canela es como decir pienso en vos, y si le agregamos cáscara de naranja significa te espero. Pero nunca acepte el primer mate porque es de zonzos”. Así escribieron en Club de Tango.

Gracias a cierta suerte de préstamo lingüístico, el vocablo mate se incrustó en el habla cotidiana de los habitantes de nuestro país. Significa también cabeza, palabra que a su vez tiene otros sinónimos que perfectamente podemos considerar como pertenecientes al universo significante del comer, como melón, sandía y coco.

Y los dejo a todos tranquilos, aunque sea por unos días, para que se hagan el coco con la idea de unos amargos reconfortantes; pero ojo, estén atentos, porque no hay peor cosa que calentar el agua, preparar la yerba, y que otros se tomen el mate. Chau.

* Periodista y profesor en la UNLP, relacionado familiarmente con vecinos de Baradero.