El dolor del alma, sin dudas el dolor más intenso, más inmenso y el más difícil (por lo menos para mí) para sobreponerse.
Cuando el 5 de marzo se produjo la partida de mi hermano Alberto, primero lo recibí como una noticia que no parecía cierta, tenia tantas esperanzas de que iba a zafar una vez más, que la ficha no me cayó y pensé: “Debo estar sereno, tranquilo, calmo y buscar la forma de transmitirle la noticia a mi madre, contenerla, acompañarla, entenderla en su dolor”. Mi madre perdía un hijo… No tuve tiempo casi… de pensar en mi dolor, pero al ir pasando los días, uno extraña la presencia y comienza a buscarlo con la mente, a recordarlo, a querer que esos recuerdos no se vayan a borrar nunca, a descubrir pequeñas y hermosas cosas compartidas: los mates de los viernes por la tarde… (Nadie como él para cebarlos), la charla mansa, amena, donde se mezclaba el placer compartido por la música y la radio con el trabajo, y los clientes también compartidos. Cuantas cosas en común… cómo recuperar esos instantes.
Y es que ese sábado perdí la compañía de un hermano, de un amigo, y casi un padre. Perdí la posibilidad de contar con sus consejos, la palabra en el momento justo con la que me calmaba y me hacía reflexionar.
Alberto fue un tipo tranqui, muy pensante, pero con un dolor muy profundo… Se le esfumaron los sueños y había perdido la alegría, y sin sueños y alegría la vida deja de ser vida, y cada vez se transforma en un dolor más intenso. Hoy sólo lo encuentro en mis sueños, cuando escucho a Atahualpa o en la misa del domingo.
Extraño su presencia, sus mates, sus consejos. Él aguantó hasta que pudo, y quizás mucho más, fue un buen hijo, buen esposo, ejemplar padre, extrañable hermano, amigo de fierro. Dio parte de si para darle continuidad a la vida, plantó un árbol, escribió libros, trajo hijos al mundo, supo cultivar la amistad… qué más pedirte Alberto… Sólo quiero decirte que cada día te extraño más, y desearte que descanses en paz… Ya volveremos a encontrarnos para matear… El cielo te lo supiste ganar.
Oscar.