“La memoria no se borra a tiros” – La historia que me hizo preguntarme cómo se carga con tanta injusticia por delante
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La historia de Luciano Isaía Rojas no es solo un relato familiar. Es la realidad cruda de una dictadura que fusiló a quien se animó a plantarles cara. Su nieta, a quien conocí en una marcha feminista con su hija en brazos, me hizo una pregunta que todavía resuena: ¿cómo se sobrevive al peso de una injusticia heredada?

La historia de Luciano Isaía Rojas no es solo un relato familiar. Es la realidad cruda de una dictadura que fusiló a quien se animó a plantarles cara. Lo que me contó su nieta, a quien conocí en una marcha feminista con su hija en brazos, me dejó pensando: ¿cómo se lleva esa carga de justicia que nunca llega? ¿Cómo se aguanta el dolor y la rabia sin rendirse?
Luciano era un suboficial y músico que, en medio de la “Revolución Libertadora”, decidió entregarse para no dejar a sus compañeros solos. Lo fusilaron sin juicio justo, en un claro mensaje de terror político para todos los que se animaban a luchar por justicia social.
Esta crónica es para que esa historia no quede enterrada, para que la memoria se mantenga viva y para que entendamos que las heridas que abrió esa violencia política siguen abiertas. Y que esa lucha, esa dignidad, se transmite de generación en generación.
La radio sonaba bajito. De fondo, se mezclaba la voz de María Elena Walsh interpretando “Como la cigarra”, con el ruido de la pava que bullía. Mariel abrió la puerta de su casa con su nena de la mano y por un instante recordé que de esa misma forma las había conocido a las dos. En la mesa, había papeles, un cuaderno gastado y una foto en blanco y negro.
—Este era mi abuelo —me comentó al pasar el primer mate.
La foto se veía desgastada por los años. Estaba uniformado, con el clarinete cruzado sobre el pecho y mirada firme. Luciano Isaía Rojas nació en 1923 en Gualeguaychú, entre casas bajas y calles de tierra. La muerte de su madre lo dejó chico y solo. El hambre y la necesidad lo empujaron a los 17 años a entrar al Ejército. Fue allí donde se convirtió en un músico militar.
“Bastón mayor del Regimiento 2 de Palermo; fue su manejo con el bastón mayor lo que hizo que Perón lo tenga en cuenta, fue a pedido del mismísimo general” —pronunció Mariel con orgullo mientras acariciaba otra de las fotos que había enmarcado.
“Tocaba el clarinete” —agregó. El sonido del agua bajando en el mate pareció poner un paréntesis en la historia.
En junio del 56, cuando la Argentina se dividía en dos por la represión de la llamada “Revolución Libertadora”, Luciano se encontraba en su casa de Florida, con su esposa e hijos. Estaba de franco.
—Podría haberse quedado en silencio, pero no. —enfatiza Mariel mientras le doy un sorbo al mate.
Sus compañeros iban a ser fusilados y él no iba a permitir que pensaran que los había delatado.
—Antes de que crean que los delaté, prefiero que me maten a mí también —recordaba Mariel, con los ojos llorosos, sobre la cita que solía repetir su padre cuando hablaba de su abuelo.
Se presentó voluntariamente. Fue interrogado, golpeado y empujado hacia un final que ya estaba escrito. En aquella época, no había defensa alguna. Solo un paredón y una decisión tomada.
Esa misma noche, varios soldados de la escuadra bajaron la mirada. Algunos sollozaron. Pero él, no. Se acomodó el pecho frente a los rifles y les ahorró el miedo.
—“No tenga miedo, apunte acá” —dijo Luciano, señalando su corazón.
Y gritó, por última vez: “¡Viva la Patria! ¡Viva Perón! ¡Viva el Regimiento Dos!”
Y entonces, todo a mi alrededor en aquella casa vibró. Ambas escuchamos el estruendo. Y el silencio se apoderó del comedor.
La afonía duró unos segundos. Mariel bajó la mirada. Su pequeña hija, un poco inquieta en su falda, jugaba con una lapicera que había sobre la mesa, con la ingenuidad que reina en su cabeza.
—No me gusta romantizarlo —dijo ella, quebrando la mudez—. Pero pienso que fue un héroe. Un héroe con nombre, con historia, con ideales. Un tipo que no traicionó.
Mientras las palabras llenaban la habitación, en la radio se asomaba un viejo tango. Me contó que supo de la historia por su padre, un peronista de esos que no se sensibilizan por nada, salvo cuando se mencionan los fusilamientos.
“En su momento, la curiosidad se apoderó de mí… Quería saber por qué mi papá cargaba con tanta tristeza”.
El apellido Rojas también era sinónimo de mala palabra, pero para la familia de Mariel, es orgullo. Su abuelo fue leal hasta el final. “Yo haría lo mismo sin titubear”, finalizó.
Volví a verla como la vi la primera vez mientras cubría una marcha feminista, con su nena en brazos y esa mirada encendida que la caracteriza. Entendí que no carga con el dolor: lo transforma.
Mariel le cuenta la historia a su hija como un cuento. Un cuento de héroes reales y finales injustos. “Le digo que fue como un superhéroe —me confiesa entre risas dolorosas—, uno que quizás no volaba y no tenía capa, pero que eligió no traicionar a los suyos, aunque eso le costara su vida”.
El mate ya está lavado. La radio se apagó. Y en ese silencio, donde el dolor se queda quieto pero no se traslada, entiendo algo:
La historia no se vive únicamente en los libros.
Se vive en los que eligen construirla día a día.
En las marchas, en los nombres que se gritan con dolor.
En los ojos que se llenan de lágrimas.
En las fotos viejas.
En el pecho que duele, pero aún así no tiembla.
Hay balas que atraviesan cuerpos, y hay otras que traspasan el tiempo.
Pero la memoria no sangra: se incendia.
En aquella voz que sembraron algún día los abuelos y que se multiplica.
En las hijas.
En las nietas.
Y en la historia que —por más que pretendan— no se borra a tiros.
Gracias a Mariel por abrir su casa, su historia y su memoria.
“Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.”— Eduardo Galeano

