EL TORITO: LA CASA DEL CAMPO ARGENTINO.
SOCIEDAD- HISTORIAS DE VIDA- CRÓNICAS
Crónica por Jazmín Abdala – LS2 Baradero.

Hay lugares que no se visitan, se recuerdan.
Y hay recuerdos que, aunque creas perdidos, vuelven al oler el humo de una parrilla o al escuchar una zamba que suena bajito en una tarde de campo.
El camino hacia el paraje rural de Baradero parece hecho de tiempo y de polvo. A cada curva, los eucaliptos se doblan con el viento y dejan ver, entre pastos y barrancas, la historia de una ciudad que se fundó en 1615, cuando el país aún era apenas una promesa.
Baradero, “la Ciudad del Encuentro”, es el pueblo más antiguo de la provincia de Buenos Aires. Y entre su río y su campo, entre el murmullo del Paraná y los caminos de tierra que lo rodean, guarda un rincón que late con su propio corazón: la Pulpería El Torito.
Dicen que en sus orígenes fue un almacén de ramos generales, levantado en 1808, cuando las carretas cargadas de granos y cueros cruzaban el antiguo Camino Real rumbo al norte. Por ese mismo sendero pasaron los granaderos del general San Martín camino a Mendoza. Años más tarde, cuando la patria apenas se escribía con tinta y valentía, fue refugio para Camila O’Gorman y su enamorado, que encontraron en este rincón del mapa un respiro entre el amor y la persecución. Mucho después, cuentan que Ernesto “Che” Guevara se detuvo a tomar una copa en la barra de madera.
El Torito, entonces, es más que una pulpería: es una cápsula viva del país, una esquina del tiempo donde el pasado y el presente se abrazan.
Cuando llego, el sol cae sobre el alero y tiñe de oro las paredes de adobe. El aire huele a leña, a pasto recién cortado y a pan caliente. De fondo, una zamba suave —de esas que suenan con la melancolía justa— se mezcla con las risas del patio.
Por un momento, cierro los ojos y vuelvo a la casa de mi abuela.
Vuelvo a ese patio donde el humo del asado se enredaba en las enredaderas, donde mi tata giraba las brasas con una paciencia infinita mientras sonaba una zambita en la radio.
Era la misma melodía, o al menos así la siento.
Porque hay músicas que no pertenecen a una época, sino al alma.
Abro los ojos y ahí está: el Torito, entero, renovado, hermoso, como si el tiempo se hubiera detenido justo antes de que la modernidad lo borrara.
Me reciben Agostina Gisbert y Juan Pablo Patané, junto a los padres de él, Pablo Esteban Patané y Gabriela Inés Fuentes, los actuales dueños. Cuatro personas y una misma idea: devolverle al Torito la vida que nunca debió perder.
“Nos costó, pero valió cada esfuerzo —dice Gabriela, mientras sirve un mate—. Este lugar es una parte del alma de Baradero, y verlo así, lleno otra vez, es una emoción difícil de explicar.”
El ambiente es simple, como todo lo que realmente vale.
Paredes gruesas, botellas de vidrio alineadas, herramientas antiguas que parecen recién bajadas del carro de un colono. En las estanterías, hay latas, frascos y fotografías en blanco y negro que murmuran historias.
Nada está de más. Nada está por casualidad.
El exdueño, don Peralta, lo dijo una vez con una frase que se quedó colgada en la memoria de todos:
“El apellido Peralta nació en el Torito en 1901, con mi abuelo. Lo continuó mi padre y luego lo terminé yo.”
Esa historia, contada al calor del fuego, parece flotar aún entre las vigas.
Porque aunque cambien los nombres, los lugares con alma siempre conservan algo de quienes los amaron primero.
Pablo, el suegro de Agostina, fue quien impulsó la recuperación del lugar. Nació y creció en Olavarría, una ciudad de la llanura bonaerense, atravesada por el arroyo Tapalqué y perfumada por el polvo del campo y las canteras.
“Allá, en mi infancia, conocí almacenes como este —me cuenta—. Lugares donde la gente compraba harina y velas, pero también compartía historias, consejos, penas y alegrías. Mis abuelos tenían uno en el campo. Era el corazón del pueblo. Cuando entré por primera vez al Torito, sentí lo mismo: que las paredes guardaban conversación.”
Lo mira con ternura su esposa, Gabriela, y asiente.
“Fue él quien insistió —dice—. Yo no sabía en lo que nos metíamos, pero cuando vi el brillo en sus ojos, entendí que no era solo un proyecto: era una manera de volver a sus raíces.”
Y así fue.
La familia se propuso restaurar el edificio sin borrar su historia. Con cuidado, rescataron cada viga, cada mueble, cada detalle. Las paredes se limpiaron con paciencia, el techo se reforzó, la barra volvió a brillar bajo la luz amarillenta de las lámparas.
Hoy, el Torito luce exactamente como debía lucir: auténtico, con olor a pasado y sabor a presente.
Juan Pablo, el esposo de Agostina, se encarga del fuego.
“El asado es el plato del Torito —me dice—. Es el campo argentino hecho comida. Reunión, vino, sobremesa, silencio. Todo eso es el asado.”
Mientras acomoda las brasas, me cuenta que cada fin de semana llegan familias de distintos rincones del país. Algunos vienen a probar el chorizo criollo, otros por las empanadas, pero la mayoría, dice, llega buscando algo que no sabe nombrar: un recuerdo, una sensación, una raíz.
“Hay gente que se sienta y llora —agrega Agostina—. Nos cuentan que sus abuelos los traían de chicos, que jugaban acá enfrente, o que venían a bailar los domingos. Otros nos dicen que conocieron a sus parejas en una peña del Torito. Este lugar tiene algo que despierta la nostalgia.”
Y mientras escucho, lo entiendo.
Porque mientras hablo con ellos, la tarde se convierte en dorado y el aire se llena de perfume a carne asada, a vino tinto, a pan.
Una pareja mayor se toma de las manos en una mesa del rincón. Una mujer le cuenta a su hija cómo conoció a su padre “una noche de zamba en este mismo patio”.
Un grupo de amigos brinda entre guitarras y anécdotas.
Todo parece ocurrir fuera del tiempo.
Baradero tiene esa mezcla rara de río y campo que enamora.
Es el lugar donde el Paraná susurra historias de pescadores, y el viento del sur acaricia los trigales.
Fue misión franciscana, fue colonia suiza, fue refugio de románticos, prófugos y soñadores.
Es, todavía hoy, una ciudad que vive entre la memoria y la esperanza.
El Torito, en ese mapa, es su corazón antiguo.
Un espacio donde el campo no es postal, sino pulso.
Donde los caballos aún dejan huellas en el barro, y el silencio de la siesta es tan espeso que se puede tocar.
En una de las paredes, un cartel reza: “La tradición no se conserva, se vive.”
Y ese parece ser el espíritu del lugar.
No hay artificio, no hay marketing, no hay turismo impostado. Hay autenticidad.
Y esa autenticidad, en tiempos de pantallas y ruido, emociona.
Cae la noche.
Las luces cálidas se encienden sobre el alero.
Afuera, los grillos arman su propio concierto. Adentro, una guitarra se atreve a una zamba.
El humo del fuego sube despacio, dibujando en el aire la misma forma que veía en casa, cuando mi tata soplaba las brasas con un fuelle viejo.
Pienso que el fuego es un idioma sin traducción: une generaciones, une historias.
Quizás por eso el asado no es solo comida. Es rito, pertenencia, afecto.
Agostina me ofrece una empanada recién salida del horno de barro.
El primer bocado me lleva a mi infancia sin escalas.
Tiene ese gusto que no se imita: mezcla de carne, comino y ternura.
“¿Ves? —dice Agostina—, por eso la gente vuelve. Porque el sabor de casa no se olvida.”
Y es cierto.
El Torito no es solo un restaurante. Es un refugio emocional.
Un lugar donde los sabores, los olores y las historias se entrelazan.
Donde el campo sigue siendo campo y la tradición, un acto cotidiano.
De tanto en tanto, alguien entra, se sienta y empieza a hablar.
Cuentan amores, infancias, partidas.
Una mujer dice que vino con su esposo antes de casarse. Otro recuerda que su abuelo trabajó en el Camino Real.
Las historias flotan, se cruzan, se escuchan.
Y uno siente que no está comiendo solo, sino compartiendo un pedazo del alma colectiva de este país.
Quizás eso explica por qué el Torito emociona tanto.
Porque en un tiempo donde todo se acelera, este rincón obliga a frenar, a mirar, a escuchar.
Y de pronto, la historia no es solo un dato, sino una vivencia.
La patria, entonces, no está en los libros, sino en los lugares como este.
Cuando salgo al patio, la luna se refleja en los charcos del camino.
El viento trae olor a río.
Pienso que el Torito es como una vieja canción: cambia quien la canta, pero el sentimiento es el mismo.
San Martín, el Che, Camila O’Gorman, los Peralta, los Patané, los turistas, los vecinos, los niños que corren por el patio. Todos, de algún modo, formamos parte del mismo relato.
Antes de irme, Pablo se queda mirando las luces del interior y dice en voz baja:
“Yo creo que el Torito no nos pertenece. Le pertenece al tiempo. Nosotros solo lo cuidamos un rato.”
Asiento. Porque tiene razón.
Hay lugares que trascienden a quienes los habitan.
El Torito es uno de ellos.
Subo al auto y miro por el espejo retrovisor.
Las luces del patio se van achicando entre los árboles.
La zamba sigue sonando en mi cabeza.
Y pienso que si alguna vez uno necesita volver a creer en lo simple —en el fuego, en la mesa, en la historia, en el amor—, solo hace falta venir hasta este rincón de Baradero.
Porque en El Torito, el tiempo no pasa: se queda a comer.

Créditos fotográficos y agradecimientos especiales a:
Agostina Gisbert, Juan Pablo Patané, Pablo Esteban Patané y Gabriela Inés Fuentes.
Gracias por abrir las puertas de El Torito, por las historias compartidas y por mantener viva la tradición.

