12 de noviembre de 2025

Donde florecen las voces jóvenes: Fiesta de la Primavera 2025

SOCIEDAD- CRÓNICAS

Crónica por Jazmín Abdala – LS2 Baradero


Dicen que hay recuerdos que se guardan en la piel del pueblo, como un perfume que no se va con los años.
En Baradero, uno de esos recuerdos tiene forma de primavera.
Basta cerrar los ojos para verla: la plaza llena, el murmullo de los adolescentes con sus remeras de colores, los carteles pintados a mano, el eco de un locutor que anuncia a cada escuela con entusiasmo, y las risas que se mezclan con la música que rebota entre los árboles.
Era el tiempo de las carrozas, de los trajes brillantes, de las reinas, del esfuerzo de semanas resumido en una tarde de desfile y aplausos.
La ciudad se detenía para mirar pasar la juventud, y por unas horas todo parecía más alegre, más liviano, más nuestro.


Las viejas generaciones lo recuerdan como un ritual que marcaba el fin de la escuela secundaria.
Había competencia, sí, pero también comunidad.
Los barrios se sumaban, los padres ayudaban a construir las estructuras con madera, papel y alambre, los comercios donaban materiales, los abuelos se acercaban con sus mates a ver cómo avanzaba cada carroza.
No era solo una fiesta: era una manera de sentirse parte, de dejar una huella antes de despedirse de la adolescencia.
Y aunque cada año tenía sus particularidades, la esencia se repetía: el orgullo de representar a la escuela y el deseo de ser recordados.


Pero el tiempo, con su manera silenciosa de transformarlo todo, fue cambiando también las primaveras.
Las nuevas generaciones empezaron a mirar con otros ojos lo que antes se aceptaba sin cuestionar.
A algunos les incomodaba la idea de que una sola persona —elegida por su apariencia o por criterios tan viejos como injustos— representara a todo un grupo.
Otros sentían que el esfuerzo por construir una carroza de varios metros no siempre se correspondía con el mensaje que querían transmitir.
El mundo cambiaba, y las juventudes, como siempre, fueron las primeras en notarlo.


Entonces, la Fiesta de la Primavera en Baradero comenzó a transformarse.
Sin perder su espíritu, empezó a buscar nuevas formas de expresión.
El escenario sigue levantándose donde está el monumento a la bandera, en esa misma plaza donde el cóndor parece vigilarlo todo desde arriba.
Las luces vuelven a encenderse, la música suena, los grupos escolares ensayan sus coreografías, los carteles se pintan con frases que invitan a pensar, y los bancos del parque se llenan otra vez de familias.
Pero algo cambió en el centro de la escena: lo importante ya no es quién tiene la carroza más imponente, sino qué historia se quiere contar.


No todo Baradero entendió el cambio al principio.
Hubo voces que lo resistieron, que lo vieron como una pérdida de identidad, una renuncia a las tradiciones que habían hecho de la fiesta un símbolo local.
“Ya no es lo mismo”, se escuchaba decir.
Y quizás tengan razón: no es lo mismo.
Pero tampoco lo que era antes podría seguir siéndolo ahora.
Porque las tradiciones, cuando se congelan, dejan de hablarle a la gente que las vive.
Y una fiesta que celebra a la juventud debe, ante todo, escuchar lo que esa juventud tiene para decir.


Hoy, los estudiantes de quinto año son los verdaderos protagonistas del cambio.
Ellos tomaron la posta y decidieron darle otro sentido a la celebración.
Ya no hay coronas, porque comprendieron que la belleza no puede ser un título.
Ya no hay premios por el tamaño de una estructura, porque entendieron que el arte también puede ser mensaje, conciencia, pregunta.
Las carrozas siguen existiendo, claro —como parte del color, como una herencia que se resignifica—, pero ya no cuentan en el puntaje final.
El eje está en otra parte: en lo que se comunica, en la mirada social que cada grupo propone, en el modo en que el arte se convierte en una voz colectiva.


Quizás ese sea el mayor logro de esta nueva etapa: haber comprendido que la fiesta no se trata de competir, sino de compartir.
De decir algo al mundo, aunque sea desde una plaza, con una canción, un baile o una performance.
Y en ese gesto hay algo profundamente educativo: la idea de que el arte puede ser herramienta de transformación, de que las juventudes no solo celebran, sino que piensan, sienten, se comprometen.


Claro que no es fácil cambiar algo tan arraigado.
Las costumbres tocan fibras profundas: lo que se hacía “de toda la vida” parece intocable.
Pero también hay una belleza en atreverse a reinventar lo conocido.
Quizás por eso, quienes alguna vez bailaron en ese mismo suelo, quienes recuerdan la emoción de salir al escenario por primera vez, puedan entender que detrás de cada cambio hay también una continuidad.
El espíritu de encuentro sigue intacto, solo que ahora florece de otro modo.


La plaza, que ha visto pasar tantas generaciones, vuelve a ser el corazón de esta historia.
Sus caminos, gastados por las ferias y los actos, vuelven a llenarse de pasos jóvenes.
El aire huele a pintura fresca, a ansiedad, a ilusión.
Algunos padres observan desde lejos con ternura y un poco de nostalgia.
Reconocen gestos, risas, nervios que alguna vez también fueron suyos.
El pueblo, por unas horas, parece detenerse otra vez.
Porque algo mágico ocurre cuando los adolescentes ocupan el espacio público: lo transforman, lo vuelven futuro.


En el fondo, lo que cambió no fue la fiesta, sino la mirada con la que la entendemos.
Antes se buscaba brillar; ahora, iluminar.
Antes se competía por destacar; ahora, por conectar.
Y quizás eso diga más de nuestra época que cualquier desfile o carroza.
Porque las nuevas generaciones crecieron en un mundo donde la palabra inclusión no es un discurso, sino una necesidad.
Donde la diversidad se celebra, y donde la belleza se encuentra en la diferencia.
Y eso también merece una fiesta.


“Las tradiciones no mueren —escribió Eduardo Galeano—, se transforman para seguir diciendo lo mismo de otra manera.”
En ese sentido, la Primavera de Baradero no perdió su esencia.
Sigue siendo un rito de paso, una despedida de la adolescencia, una bienvenida a la adultez.
Sigue siendo ese momento donde el corazón late más rápido y la garganta se aprieta antes de subir al escenario.
Solo cambió el modo en que se cuenta la historia.
Y en esa transformación hay un aprendizaje colectivo: el de un pueblo que aprende a mirar con otros ojos, sin renegar de lo que fue, pero dispuesto a crecer.


Este sábado 15 de noviembre, la plaza volverá a abrir sus brazos.
El escenario ya espera, las luces se están probando, los micrófonos suenan, los trajes descansan doblados sobre las sillas.
Y, como cada año, habrá nervios, risas, y abrazos que quedarán guardados en la memoria.
Porque la primavera, más que una estación, es un estado del alma.


A quienes alguna vez fueron parte, a quienes recuerdan aquellas noches de juventud y canciones, los invitamos a volver.
A ocupar otra vez ese espacio que alguna vez les perteneció.
A mirar con orgullo a los chicos y chicas que hoy bailan, cantan, sueñan, defienden ideas.
A comprender que esta nueva versión no borra la historia, sino que la continúa.
Que la fiesta no perdió su sentido: solo cambió de forma para incluir más voces.
Y que el verdadero espíritu de la primavera no está en la carroza ni en la corona, sino en la capacidad de renacer.


Vuelvan a la plaza, aunque sea por un rato.
Escuchen las canciones, miren las luces, siéntanse parte otra vez.
Porque allí, donde el monumento a la bandera mira hacia el río, donde el cóndor parece extender sus alas sobre el pueblo, la juventud de Baradero volverá a decir presente.
Y cada aplauso, cada mirada, cada acompañamiento de los que fueron parte alguna vez, será también una forma de agradecer.
De entender que las fiestas, como la vida, cambian para seguir floreciendo.

Porque hay primaveras que no necesitan flores para ser hermosas.
Solo necesitan gente que crea en ellas.

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