Fiesta de la Primavera 2025: donde Baradero volvió a sentirse joven.
SOCIEDAD- CRÓNICAS
Crónica por Jazmín Abdala – LS2 Baradero
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La Fiesta de la Primavera volvió a iluminar la Plaza Mitre: colores, ritmos y una energía juvenil que contagió a toda la ciudad. Los jardines, las primarias y los grupos de 5º año llenaron el escenario de creatividad; Milena Escobar (Instituto San José) ganó Talentos y la Escuela Marcos Sastre se consagró en Baile. Más que premios, la noche fue una celebración colectiva: todos se animaron, todos brillaron.

La plaza Mitre se despertó temprano ese viernes. Aunque las actividades empezarían recién por la tarde, desde la mañana ya había algo vibrando en el aire: un rumor de voces jóvenes, un eco de ensayos lejanos, una alegría que parecía querer anticiparse. No era un día más para Baradero. Era la Fiesta de la Primavera, esa tradición que, generación tras generación, fue marcando recuerdos, fotos familiares, primeras coreografías, nervios compartidos y sueños que alguna vez todos tuvimos.
Volver a ser parte de este evento —esta vez como conductora por segunda vez— me movió cosas que no sabía que seguían ahí adentro. Llegué a la plaza con el mismo nudo que tuve la primera vez, el año pasado. Esa duda chiquita que te pregunta si vas a estar a la altura, si vas a honrar el escenario, si vas a poder sostener la emoción de tantos chicos que esperan este día desde que empiezan la secundaria. Pero también llegué con el abrazo cálido de un equipo que empuja siempre para adelante: el Municipio de Baradero, Cultura, los técnicos, los profes, la gente que arma estructuras, que cuida detalles y que hace que este evento exista. Y llegué, sobre todo, sabiendo que no estaba sola: que iba a compartir la conducción con Lourdes Gerez y Talia Grassi, dos mujeres generosas, talentosas y compañeras que hacen que el escenario sea un lugar más amable.
Aun así, cuando empecé a ver cómo la gente llegaba, cómo se acomodaban las familias con reposeras, cómo los chicos se preparaban atrás del escenario y cómo el sol empezaba a inclinarse detrás de los árboles, no pude evitarlo: me emocioné. Lagrimeé. Y tuve que respirar hondo y recordar que, a veces, emocionarse es también una forma de “estar a la altura”.
Porque esta fiesta no es solamente una competencia. Es una especie de espejo emocional donde cada generación vuelve a encontrarse con lo que alguna vez quiso ser. No hay adulto que mire a los chicos sin recordar su propia adolescencia. No hay joven que suba al escenario sin sentir que está viviendo algo que va a guardar para siempre.
Cuando los primeros jardines salieron a escena, la plaza se transformó. No sé si alguna vez viste a un grupo de nenes vestidos de capybaras bailando sin ninguna conciencia de lo adorables que son. Hay algo en ellos que recuerda lo esencial: la libertad de bailar sin miedo al ridículo, sin cálculo, sin expectativa. Los miré desde un costado y pensé en cuántas veces olvidamos que la alegría es un movimiento del cuerpo antes que un pensamiento.

Las escuelas primarias llegaron después, con esa mezcla perfecta entre inocencia y osadía. Ese momento de la vida en el que ya no se es pequeño, pero tampoco se es grande; donde cada coreografía es una declaración tímida de identidad. Se los veía ansiosos, mirando todo, reconociendo el escenario como un espacio nuevo que algún día será suyo de manera más profunda. Los observé mientras anunciábamos a cada institución, y sentí algo hermoso: muchos de ellos vinieron a ver quiénes pueden ser cuando lleguen a la secundaria. Es como si esta fiesta no fuera sólo un evento, sino un faro. Un anticipo. Una promesa.
Y entonces llegaron ellos: los chicos de 5º año.

El corazón de la fiesta. El alma. La etapa que todos esperamos alguna vez para mostrar lo que somos capaces de hacer.
Cuando las luces se encendieron y empezó la música, el escenario explotó en ritmo, colores, historias, creatividad, fuerza. Las coreografías estaban llenas de técnica, sí, pero también de pasión. De ese fuego que solo aparece cuando se entiende que esa noche es única y que no se repetirá jamás. Porque por más que la fiesta vuelva todos los años, para ellos es la última vez como estudiantes. El cierre de un ciclo que marca, con claridad, el comienzo de otro.
Y ahí, en medio de esa energía tan grande, pasó algo inesperado: bailamos. Las conductoras, los profes, la gente atrás del escenario… No sé en qué momento empezó, pero recuerdo mirarme con Lourdes y Talia y soltar una risa que fue casi infantil. Una risa que no estaba planeada, que salió por pura alegría, por pura emoción. Por un instante volvimos a tener 5 años, 10 o 12. Por un instante volvimos a ser esos chicos que alguna vez soñaron con estar arriba del escenario. O con animarse un poco más. O con que la vida fuera siempre así: luminosa, vibrante, colectiva.

Cuando llegó la hora de anunciar a los ganadores, ya pasada la 1:00 AM, la plaza seguía llena. Las familias se abrigaban un poco, pero nadie se iba. Todos querían quedarse hasta el final, como si irse fuese cortar un momento que todavía necesitaba ser respirado un rato más.
La ganadora del Concurso de Talentos fue Milena Escobar, representante del Instituto San José, que había logrado una presentación que dejó sin palabras a más de uno. En el Concurso de Baile, la victoria fue para la Escuela Marcos Sastre, seguida por la Escuela Ana María Ares de Alsina en el segundo puesto y la Escuela Industrial en el tercero. Los jardines y escuelas primarias también recibieron subsidios, reconociendo un trabajo que muchas veces empieza meses antes y que involucra a docentes, familias y estudiantes por igual.
Pero más allá de los resultados —importantes, sí, pero nunca lo único—, hubo algo que quedó grabado: esa noche, todos ganaron.
Ganar no es solo obtener un primer puesto. Ganar es animarse. Es subir al escenario después de semanas de ensayo. Es equivocarse en un paso y volver a levantarse. Es sentir que tus compañeros te abrazan al bajar. Es ver a tus padres emocionados. Es percibir en la grada la aprobación de una ciudad que acompaña. Ganar es saber que, aunque la vida siga, ese recuerdo te acompañará siempre.

Ganar fue también ver a quienes recién arrancan el camino: los pequeños de los jardines vestidos de capybara, los de la primaria dando sus primeros pasos hacia la adolescencia, y los de 5º año que se pararon frente al público como quienes están a punto de abrir una puerta hacia otra etapa. En cada presentación se percibía una posibilidad: aquello que cada niño y cada niña pudo por un momento imaginar como su futuro.
Cuando el escenario quedó en silencio y las luces comenzaron a apagarse, me quedé unos segundos inmóvil. Miré hacia el Cóndor, ese testigo inmóvil que ve pasar las generaciones, y respiré hondo. Pensé en lo que esta fiesta significa: un lugar donde la ciudad se reconoce, donde se comparte, donde se contienen los nervios y se celebran los logros. Donde, por unas horas, todos volvemos a sentirnos parte de algo mayor.
Como escribió Mario Benedetti: “De vez en cuando hay que hacer una pausa para contemplarnos a nosotros mismos: para ver si somos de verdad, los que creemos ser.”
Esa pausa ocurrió esa noche. Entre luces, colores y risas, entre pasos torpes y grandes aciertos, Baradero se permitió mirarse. Y al ver a sus jóvenes brillar, confirmó que sigue siendo una ciudad que cree en sus hijos y en su futuro.
Somos eso que soñamos. Somos eso que acompañamos. Somos eso que, cada primavera, vuelve a florecer.
Crónica por Jazmín Abdala — LS2 Baradero

