La vida va y viene como inadvertida, hasta que de pronto te asaltan con la noticia de una muerte cercana, tal vez de alguien que todavía era joven (desde que pasé el fielato de los cuarenta, todo el mundo es joven). Entonces el crepitar del aire, la sucesión de noches y días, la certeza de que estamos en primavera y de que se acercan las vacaciones, se detiene y el oxígeno se apelmaza como se concentra el veneno en la carne de los pescados. Nos achicamos bajo la presión de la impotencia, de los límites a los que nos somete la encrucijada de esta naturaleza breve y palpita -primero como una onda, al poco como la espuma- el convencimiento de que somos sobrevivientes, de que desde nuestro primer lloro en la frialdad de un paritorio no hemos hecho otra cosa que sobrevivir, dejando paso para que sean otros los que abandonen la escena de este teatrillo en el que creemos interpretar una magna obra que no pasa de vodevil.
Aunque no me detenga a contarlos, estos cuarenta años me ofrecen ya una lista interminable de ahogados que jalonan -de uno en uno, de dos en dos y hasta de cinco en cinco- las fechas del almanaque. Las fotos fijas que llenan mis álbumes comienzan a formar camposantos de risas congeladas, hojas secas que hacen cabriolas en el vendaval del tiempo, todo pasado, imagen brumosa de un sueño en el que regresa la voz distorsionada (apenas un eco) de los que enmudecieron.
Esta reflexión me invita cada día a dar las gracias al Cielo por ser cristiano. Se lo comentaba hace unos días a un obispo: “Perdone mi atrevimiento, pero qué poco predican los sacerdotes acerca del más allá”. Si el cristianismo es un niño ataviado de puntillas para recibir las aguas, el ceremonial de una boda en el altar mayor o un funeral lleno a rebosar, apaga y vámonos. No. El cristianismo es la confianza en que lo pasajero se tornará en eterno y perfeccionado. De que se evaporarán el mal y sus efectos. De que los náufragos de esta trama de supervivientes estaremos al fin juntos y continuamente de fiesta, como en el mejor de los bodorrios (ellos sin cogorzas ni resacas, ellas sin dolor de pies por bailar con zapatos de tacón). De que no nos cansaremos nunca de contemplar la belleza creciente, cambiante e infinita de quien nos busca y desea a pesar de no necesitarnos. Es decir, nuestra fe no es un cuento de fantasmas sino una realidad de vivos y de vida.