¿Nos volvimos una juventud sin revolución?
SOCIEDAD- CRÓNICAS- POLÍTICA
Crónica por Jazmín Abdala-LS2 Baradero.
Me senté en la mesa de la cocina todavía medio dormida, con ese frío tibio de la mañana que se cuela por las ventanas antes de que el sol termine de despertarse del todo. El mate cocido humeaba en mi taza, ese aroma dulce que me acompaña desde que soy chica, como si cada sorbo fuera una especie de memoria líquida. Y mientras esperaba que se enfriara un poco, mamá apareció caminando despacio, arrastrando las pantuflas, con ese gesto suyo entre curiosidad y reproche cariñoso que siempre me causa gracia.
Me miró de arriba abajo, como si estuviera inspeccionando un cuadro, y me lanzó sin vueltas:
—¿Otra vez de negro te vestiste?
No fue una pregunta agresiva. Tampoco era crítica pura. Era ese modo que tienen las madres de señalar cosas que para uno ya son naturales, pero que para ellas siguen siendo un misterio. Me reí, porque la escena ya era repetida: yo con mis prendas oscuras, ella con la necesidad de entender por qué. Pero esta vez, no sé por qué, la pregunta me quedó resonando más que otras veces. Como si, en vez de un comentario sobre la ropa, hubiera sido la punta de un hilo que yo misma necesitaba empezar a tirar.
Quizás porque, mientras tomaba el primer sorbo tibio, pensé en algo que venía rondándome hacía días: ¿cuándo fue que dejamos de ser una juventud rebelde? ¿En qué momento la idea de destacarse se convirtió en una especie de amenaza? Antes los jóvenes teñían su pelo de colores, usaban cadenas, remeras rotas, ropa estrafalaria simplemente porque sí, porque querían mostrar que eran distintos, porque había orgullo en lo raro. Pero ahora parece que la única regla real es no llamar demasiado la atención, no ser cringe, no exponerse más de lo necesario. No parecer desesperado por encajar, pero tampoco demasiado seguro como para romper el molde. Un equilibrio del que nadie habló y al que, sin embargo, todos nos adaptamos con una precisión casi militar.
Le respondí a mamá cualquier cosa, para salir del paso, pero en mi cabeza ya estaba lejos, preguntándome por qué los adolescentes de hoy se visten igual, escuchan lo mismo, repiten los mismos gestos, los mismos lenguajes, los mismos códigos. Claro que cada generación tuvo sus modas, pero la repetición actual tiene algo más profundo, casi estructural. No es solo estética: es emocional, cultural, política. Y no es culpa de los chicos. Si algo aprendí —viendo cómo funcionan las redes, cómo se miden los vínculos, cómo se viraliza el miedo al ridículo— es que detrás de esa aparente uniformidad hay una tensión nueva: la necesidad de pertenecer sin dejar huella, de existir sin ser demasiado visibles, de tener identidad pero que no moleste, no incomode, no dé motivos para quedar en el centro de una broma colectiva.
La cultura del cringe se volvió una especie de policía simbólica. Una fuerza de control suave, silenciosa, pero inexorable. Ya no hace falta que alguien te diga cómo vestirte: alcanza con imaginar el meme que podrían hacer si te animás a algo distinto. Es una mirada anónima, omnipresente, que no tiene rostro, pero igual castiga. Y lo curioso es que no viene de arriba, ni de instituciones, ni de gobiernos, ni de adultos: viene de la propia generación adolescente. Como si el mandato de la normalidad hubiera descendido de manera espontánea, producto de navegar miles de videos al día, de la comparación constante, de la inmediatez y el miedo a quedarse afuera.
Mientras revolvía el mate cocido en la taza, pensé en cómo las expresiones juveniles históricamente fueron el termómetro de los cambios políticos. La ropa, la música, la estética, los espacios de encuentro siempre anticiparon transformaciones más grandes: los hippies y la contracultura, el punk y el rechazo a las instituciones, el rock nacional con su necesidad de decir lo que no se podía decir, los pibes de los noventa tirando abajo viejas solemnidades. Siempre hubo una forma de gritar “no” incluso cuando no se podía gritar. Pero ahora parece que el grito se disolvió antes de nacer. No porque no haya problemas —sobran—, sino porque la respuesta general no es la revuelta, sino el agotamiento. No es la organización, sino la indiferencia. No es el estallido, sino el scroll.
Tal vez por eso las políticas actuales —sean del signo que sean— parecen convivir con una juventud que no termina de creer que pueda cambiar algo. No es que no haya interés político: lo hay, y mucho. Pero está atravesado por una sensación de desencanto que se volvió parte del aire que respiramos. Una mezcla rara entre hiperconexión y apatía, entre información ilimitada y escasa capacidad para imaginar algo verdaderamente distinto. De algún modo, ese minimalismo estético que domina todo —la ropa neutra, los cuartos beige, las fotos filtradas, la obsesión con la sutileza— se parece demasiado al minimalismo emocional y político con el que transitamos la vida pública: no arriesgamos, no exageramos, no mostramos demasiado. Buscamos estabilidad incluso cuando somos jóvenes, que es justamente la etapa donde históricamente menos se buscó estabilidad.
Quizás mamá, sin querer, con esa pregunta inocente sobre mis prendas negras, tocó algo que yo misma venía intentando evitar: admitir que, de alguna forma, también me mimetizo con ese deseo de no llamar la atención. Que a veces me he contenido de decir algo por temor al juicio colectivo. Que en más de una ocasión he preferido el silencio por sobre una opinión impopular. Que he dejado de hacer cosas que me gustaban porque me daban vergüenza. Y no soy la única. Lo escucho entre amigos, entre compañeros de facultad, incluso entre adolescentes que entrevisto para notas: la espontaneidad se volvió un lujo, la rareza una amenaza, la autenticidad un riesgo.
Sin embargo, tampoco quiero caer en la mirada romántica de “todo tiempo pasado fue mejor”. No se trata de idealizar la rebeldía anterior ni de negar las razones por las cuales hoy cuesta tanto salir del molde. Esta época tiene sus propias batallas, más complejas, más invisibles: la ansiedad, la saturación de estímulos, la presión por construir una identidad coherente ante miles de ojos, la dificultad para organizarse en un contexto donde todo se fragmenta. Quizás la revolución de hoy no sea estética, ni ruidosa, ni masiva. Tal vez esté en lo pequeño: en el acto íntimo de permitirnos sentir, de decir lo que pensamos sin miedo, de romper con esa homogeneización que parece venir envuelta en celofán digital.
Terminando mi mate cocido ya frío, me di cuenta de que la pregunta de mamá había sido mucho más que una anécdota doméstica. Había sido una excusa para preguntarme, en serio, si seguimos siendo capaces de rebelarnos. Si realmente nos volvimos una juventud sin revolución o si estamos apenas en un momento de transición, esperando encontrar nuevas maneras de incomodar al mundo. Porque la rebeldía no desaparece: muta. Cambia de piel. A veces se esconde para después salir más fuerte.
Entonces me quedé mirando mi ropa oscura, la mesa tibia, el vapor que ya no salía de la taza, y pensé que tal vez la verdadera revolución empiece por algo tan simple como preguntarnos esto: ¿cuánto de lo que hacemos lo elegimos de verdad y cuánto lo hacemos por miedo a que nos tilden de cringe?
Y, en el fondo, ¿qué clase de futuro construimos si incluso la rebeldía nos da vergüenza?
Crónica por Jazmín Abdala-LS2 Baradero.

