Para pensar juntos: Ejemplaridad

(Por Jorge Peña Vial).- Si bien es necesario distinguir lo profesional de lo personal, lo público de lo privado, es falso separarlos. No estoy de acuerdo con este artificial reparto de territorios.

Son muchas las expectativas que están puestas en los profesores. No sólo se espera que sean profesionalmente competentes, sino que se les pide, y aun exige, que sean ejemplares. Esto no acontece en las demás profesiones en el que sólo se tiene en cuenta la competencia profesional. Lo que ese trabajador,  ingeniero, médico o arquitecto sea en su vida privada, no es un criterio relevante para lo “estrictamente profesional”. Si bien es necesario distinguir lo profesional de lo personal, lo público de lo privado, es falso separarlos. No estoy de acuerdo con este artificial reparto de territorios. Es probable que el político que engaña a su mujer lo haga también con sus electores. Saber distinguir ámbitos no debe llevar a separarlos en compartimentos estancos que llevarían a negar la unidad de vida de la persona, si no queremos caer en visiones esquizofrénicas. En el segundo piso de su personalidad, tal persona, se presenta como un honorable y competente profesional, racional y técnicamente eficaz; en el primer piso, estamos frente a una esposo ejemplar y ante un padre tierno; y en el sótano, una verdadera “casa de putas”. Como si las emanaciones pestilentes procedentes del subterráneo no se colaran ni influyeran en el primer y el segundo piso. Pero especialmente esta aparente y tan nítida demarcación entre lo público y lo privado parece del todo inoportuna en ciertas profesiones: la del profesor,  y sobre todo las que tienen el singular privilegio de trabajar con personas y contribuir de modo decisivo a configurar el patrimonio ético y cultural con el que éstas regirán su existencia. Por supuesto que cabe recluirse en lo estrictamente técnico: “a mi se me ha contratado para dar clases de matemáticas, cumplir un programa, y punto; ¡dejémonos de falsos romanticismos de pretender enseñar a través de las matemáticas otras cosas más importantes que las matemáticas!”. Siempre existirá la posibilidad de instalarse confortablemente en el pequeño recinto de la especialidad y limitarse a repartir el saber que se detenta: ¿cómo hacer para que el mayor número de alumnos llegue a la media en geometría? Pero un profesor se torna absolutamente irreemplazable cuando con ocasión de lo que enseña, transmite un sentido del trabajo, de la vida, del sentido del humor, del respeto. El maestro enseña, pero enseña otra cosa. Su más alta enseñanza no está en lo que dice, sino en lo que no dice, en lo que hace, y, sobre todo, en lo que es. Ése es el contenido que real, misteriosa y verdaderamente comunicamos: lo que somos y luchamos por ser, lo que amamos. El profesor tendrá ascendencia sobre los alumnos, va camino a ser un maestro, si existe unidad y congruencia entre lo que dice, hace y es. Cuando el alumno detecta fisuras, se decepciona. Lo esencial está entre las líneas de los programas y como sobre-entendido. Muchos hombres enseñan, pero muy pocos gozan de ese excedente de autoridad que les llega, no de su saber, no de su capacidad, sino de su valor como hombre. Desde esta perspectiva toda enseñanza puede servir de pretexto para otra cosa trascendente a la mera instrucción. Sí, el alumno admira la inteligencia del profesor, la facilidad de su palabra, la amplitud de su saber, pero por encima de todas esas cualidades pide silenciosa, pero elocuentemente, una lección de vida. Esto obedece a una razón profunda: ésta es una de las notas distintivas de una vocación que es voraz y exclusivista, que lo pide todo, tanto la vida pública como la privada, tanto competencia técnica como ejemplaridad, que no sólo sean profesores sino maestros.