Todos hemos ido a la desbandada cargados de miedo, de rabia y de una sensación de intranquilidad frente a la injusticia, al desinterés y sobre todo ante el silencio cómplice de autoridades y gobernantes. Pareciera que nos hemos anclado en la orilla del mar de los lamentos donde nada se puede hacer y cruzados de brazos lloramos con amargura lo que no supimos enfrentar con sabiduría.
No terminamos de aprender y la historia nos restriega en la cara el pasado tan triste donde la guerra y el odio fábrica un cementerio de cadáveres que se hubiesen podido evitar. Hoy, más que el ayer, necesita ser detenido y reflexionar. Recuerdo aquella frase de E. Hemingway, quien decía sabiamente “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar. Ese ha sido nuestro grave problema el hablar. Hablar para ofrecer y no cumplir produciendo una decepción tan grande que se ha perdido la confianza. Todos hemos sentido la desesperanza de las actuaciones de muchos “políticos”, dirigentes comunitarios, delegados de sectores que se han aprovechado de la buena fe de los electores, habitantes, vecinos y lugareños. Hemos sido engañados y lo que es peor han vuelto al barrio o a la vecindad para pretender volver a ofrecernos el mismo engaño disfrazado de otra mayor mentira.
Ha llegado el momento de reaccionar y tomar un camino dentro de un talante dinámico y equilibrado para reconocer: “Que es tan fácil juzgar a los demás, tan fácil como mirarnos a un espejo y ver cuántos errores cometemos”. Se hace necesario, casi inmediatamente que rápido, acelerar el proceso de conversión donde nos demos cuenta de lo que se nos viene encima. Hay que reconocer que hemos juzgado y actuado a la ligera sin haber medido las consecuencias, ni las proporciones tan hinchadas por la cuales tenemos que cruzar.
Todos tenemos errores y reconocerlos en una cualidad que adorna la humildad y la sencillez de quien así lo da a conocer. Pero no basta con reconocerlos es preciso que demos el paso sabio para cambiar la agresividad por la tolerancia y el control. Cambiar la gritería que ofende por el diálogo sincero y respetuoso. Cambiar la ofensa del invento malévolo que abre heridas por la verdad que nutre y enaltece a los hombres. Cambiar el atropello de la palabra echona y vulgar por el vocablo que enseña y acaricia buscando alternativas de solución y encuentro.
Hemos llegado “al llevadero” como decía mi padre en aquellos momentos fuertes de vida familiar y que tenía que resolver en la marcha. Ahora nos toca a todos afrontarlo para derrotarlo sin complejos y sin evitar la responsabilidad. Es la hora de demostrar, hoy y no mañana, la grandeza del ser venezolano que en sus raíces familiares y libertadoras aprendió a desconocer lo que nos oprimía para ganar con la verdad una mejor manera de vivir y cohabitar. Es en este instante y no en otro que necesitamos desempolvar las alforjas ya viejas y vencidas para lustrarlas y colocar allá toda la fuerza de la autoestima en una esperanza que no se agota con los problemas sino se crece y nos hace resurgir en triunfos y decisiones justas.
Esopo nos señala que somos nosotros mismos los que nos ofrecemos una tumba y una lápida amarga que al leerla encontraríamos: ¡Ah! está porque así lo quiso y nada más. Será pecado distraer o dejar a un lado nuestro concurso en la solución. La indiferencia no cabe y sería disparate encoger los hombros y manifestar ha mí no me importa. La indolencia es propia de los pueblos sumergidos en la derrota donde la apatía es dueña y señora de sus vidas. No hacerlo es negarnos y negar a nuestros hijos un futuro y un mañana prometedor.
Más profundo es nuestro dolor cuando nos vencen con nuestras propias armas.