¿Se puede sobrevivir al barrio sin volverse Pity?
SOCIEDAD- CRÓNICAS- POLÍTICA
Pobreza, droga, rock y la violencia silenciosa del Estado.
CRÓNICA ESCRITA POR JAZMÍN ABDALA – LS2 BARADERO – 30 DE NOVIEMBRE
Estoy parada en la vereda de Lugano y el barro se pega a mis zapatillas como si no quisiera soltarme. Hay un olor espeso en el aire: humedad vieja mezclada con aceite quemado, como si todas las capas de la ciudad se hubieran derramado sobre el mismo suelo y hubieran secado ahí, sin que nadie jamás intentara limpiarlas. El viento levanta tierra fina, que raspa la garganta y arde un poco en los ojos. Y pienso que este paisaje no es nuevo, no es inventado. Ya estaba acá, mucho antes de mí, mucho antes de esta crónica. Ya lo había contado alguien que lo vivió antes que yo: Pity Álvarez.
La primera vez que escuché una canción de él sentí algo que todavía no se me va del cuerpo. No era música linda, ni gentil, ni pensada para sonar en la radio mientras cocinás o limpiás. Era una melodía que te metía en un pasillo oscuro, que te hacía ver los cables sueltos colgando del techo, el colchón apoyado contra una pared húmeda, la sombra de un pibe corriendo con un arma envuelta en una remera. Era música que hablaba de una verdad que muchos preferían no mirar. Y cuando vine a Lugano por primera vez, entendí por qué: porque es incómodo reconocer que la Argentina que nos prometieron nunca llegó hasta este barro.
A unos metros, dos pibitos se pasan una Bic roja y prenden un cigarrillo armado a medias. Uno mira hacia la avenida con una mezcla de alerta y costumbre; el otro sonríe con la boca apenas abierta, esa sonrisa que no llega a los ojos. Me miran, no con desconfianza, sino con la neutralidad de quien ya vio pasar a demasiada gente que nunca vuelve. Y yo pienso que si Pity estuviera vivo en este momento —vivo de verdad, no como fantasma cultural— probablemente se sentaría con ellos, les haría un chiste, les contaría una anécdota absurda, y después, sin aviso, se pondría serio y diría alguna frase que parece una locura pero que es más política que cualquier discurso del Congreso.
El barrio está vivo y muerto al mismo tiempo. El cemento cuarteado tiene manchas que no sabés si son humedad, pis, vino o sangre vieja. Los perros callejeros duermen como si supieran que nadie los va a patear, pero tampoco los va a cuidar. Y en cada esquina hay una marca invisible: un lugar donde alguien cayó, alguien corrió, alguien se escondió. Y sí, esa violencia existe, es real, pero tiene un contexto que el país entero se esfuerza en olvidar.
Mientras camino, recuerdo algo que me contó una vez un vecino de acá: “Acá, en los noventa, no nos llegó el uno a uno, nos llegó el uno a nadie”. Y fue así. Menem y la convertibilidad prometían estabilidad mientras privatizaban todo. Progreso, decían. Modernidad, decían. Pero en Lugano la modernidad eran los patrulleros sin frenos, los colegios sin vidrios, las casas sin laburo, los pibes sin futuro. El desempleo no era una estadística: era un padre sentado todo el día en la puerta, un tío que desaparecía en la villa, un hermano mayor que dejaba el secundario para juntar monedas en el semáforo. Todo eso estaba cuando Pity empezó a cantar. Él no fue un poeta que bajó al barro para inspirarse: él nació en él, lo respiró, lo sangró y lo devolvió convertido en música.
Me acerco a un pasillo angosto. De adentro sale un olor ácido, mezcla de cocina improvisada y sustancias que queman más que iluminan. El piso está húmedo aunque no llueva. El aire es espeso, casi masticable. Pienso en cuántas veces escuché decir “el Pity se cagó la vida con las drogas”, como si las drogas fueran la causa y no el resultado. Como si él hubiera tenido opciones claras, limpias y prolijas. Como si no fuera obvio que un pibe sin contención, rodeado de violencia, abandono y carencias, termina buscando algo que lo saque, aunque sea por un rato, del peso insoportable de existir donde nadie espera nada de vos.
Pity fumaba marihuana desde los 14. No porque fuera un rebelde sin causa: porque la vida le pedía anestesia. Después vinieron la cocaína, el LSD, el crack, la pasta base, la codeína, el éxtasis, el alcohol. No es glamoroso, no es rockstar: es supervivencia mal hecha, supervivencia que te come las venas y te roba las horas. Pero también es eso que sus canciones tenían: la desesperación por sentir algo que no sea frío, por frenar el ruido mental, por encontrar un lugar donde el caos de afuera no te aplaste del todo.
Sigo caminando y me tropiezo con un charco. El barro se mete entre los dedos de las zapatillas como una lengua tibia. Y mientras intento no caerme, pienso en “Una vela”. Esa canción es casi una crónica policial, pero contada desde adentro, desde donde la policía no llega. “No te asustes por lo que te cuento, pero en mi vecindario todo esto es cierto”. No es metáfora: es geografía. Es cartografía del abandono.
Pity hablaba de robos, peleas, traiciones, tiros. Pero también hablaba de amistad, de amor, de lealtad, de códigos que no están en ningún libro pero sostienen más que cualquier institución. Él mostraba un barrio donde la violencia no era un espectáculo televisivo, sino una materia prima que se mezcla con la vida cotidiana. Y cuando escucho esas letras acá, en esta vereda, siento que tienen un peso distinto: no son canciones, son documentos.
En los años en que Álvarez escribía esas letras, el Estado estaba más preocupado por cerrar con el FMI y vender empresas públicas que por mirar lo que pasaba en los bordes. La pobreza se multiplicaba, la desigualdad crecía como pasto en baldío. Y cada vez que una promesa económica se rompía, acá se rompía una vida. Pero nadie lo contaba así. Hasta que apareció un flaco flaco, con ojos hundidos y voz rota, diciendo verdades que incomodaban.
Me detengo frente a un edificio. Las paredes grises están llenas de grafitis, algunos de hace años, otros frescos. En una ventana hay un parlante viejo colgando con un cable pelado. Suena “Aunque a nadie ya le importe”. Las primeras notas se mezclan con el ruido de los colectivos pasando por la avenida. Y pienso que esta canción es una síntesis del país entero: un grito para que alguien escuche, aunque nadie escuche.
Siento el frío que sale de los pasillos como un aliento húmedo. Y mientras tanto, recuerdo el día en que Pity mató a un hombre. Recuerdo la frase que dijo: “Cualquiera haría lo mismo”. Y aunque duele escucharlo, hay algo que, en este barrio, se entiende sin justificar. Porque la violencia no aparece de un día para el otro. Es acumulación. Es sistema fallado. Es Estado ausente. Es marginalidad convertida en destino. Y cuando tenés una vida entera rodeado de traiciones, miedo y abandono, reaccionar mal no es imposible: es casi lógico.
Pero el país prefirió hacer de Pity un monstruo. Un monstruo útil. Un monstruo que sirve para decir “miren, esto está mal”. Pero no sirve para preguntar “¿por qué pasa esto?” o “¿quién dejó que lleguemos acá?”. Señalarlo fue más fácil que ver lo que su música venía denunciando desde hacía décadas: que los barrios marginalizados no son errores del mapa, sino decisiones políticas.
Respiro hondo. El olor a basura quemada se mezcla con un aroma tenue de sopa casera que sale de alguna ventana. Esa mezcla de mugre y refugio es la síntesis del barrio: un lugar donde todo duele, pero donde también hay afectos que sostienen lo que el Estado no sostiene.
Y me pregunto: ¿cuántos pibes hoy están viviendo exactamente lo mismo que vivió Pity? ¿Cuántos están consumiendo para tapar el horror o el vacío? ¿Cuántos están escribiendo canciones en cuadernos rotos, tratando de poner en palabras lo que nadie quiere escuchar? ¿Cuántos están a un paso de desaparecer, de caer presos, de pegar un tiro o recibirlo?
Porque esa es la parte más dura: el país aprendió a romantizar al Pity pero no a escuchar a los que vienen detrás. Hablamos de él como si fuera un mito trágico, pero no miramos a los chicos que hoy están repitiendo su historia, con menos banda, menos guita y menos oportunidades. Y mientras la sociedad inventa discursos moralistas, los barrios siguen con sus calles rotas, sus casas tomadas, sus pasillos sin luz y sus pibes sin mañana.
Me detengo, cierro los ojos y escucho. De lejos llega la música de una casa: “Nunca quise”. Y esa letra, que muchos usan como banda sonora de historias de amor, acá suena diferente. No es una canción romántica: es una canción de falta, de pérdida, de lucha entre el deseo y la supervivencia. Porque en el barro no se ama como en Palermo. En el barro se ama con miedo, con urgencia, con heridas abiertas.
Sigo caminando y veo a un grupo de adolescentes tirados en la plaza, rodeados de botellas y risas que son más defensas que alegría. Uno tararea “Fuego”. Otro ríe, se levanta, se sacude la tierra. Y pienso en la forma en que Pity hablaba de la juventud: no como esperanza, sino como condena. Una juventud atrapada entre el sistema y la esquina. Una juventud que se quiebra rápido porque nunca tuvo cimientos.
Y mientras miro esa escena, siento la crudeza de lo que quiero decir: en Argentina seguimos midiendo el éxito de un gobierno por el dólar, por la inflación, por los índices macroeconómicos. Pero nunca lo medimos por cuántos pibes consiguieron salir del barro, cuántos dejaron la droga, cuántos encontraron un laburo digno, cuántos volvieron del borde. Y el Pity, sin querer ser ejemplo de nada, nos gritó esa verdad con la voz rota.
Hoy, mientras escribo esto, siento que la historia de él es la historia de miles. Una historia que no terminó en el disparo, ni en la cárcel, ni en las tapas de revistas. Una historia que se sigue repitiendo. Que sigue respirando en estos pasillos. Que sigue llorando en estos balcones. Que sigue cantando en estos parlantes rotos.
Y pienso: si no escuchamos, si no miramos, si no intervenimos, ¿quién será el próximo Pity? ¿Cuántas voces más vamos a dejar que se pierdan en el barro? ¿Cuántos pibes van a crecer creyendo que la violencia es destino y no consecuencia?
El barro se seca en mis zapatillas. Me doy vuelta, miro una vez más el edificio gris, las ventanas con cortinas colgando, los pibes riendo para no llorar, y siento que este lugar te habla aunque no quieras escucharlo.
La política puede seguir diciendo que todo está bien. La sociedad puede seguir diciendo que la marginalidad es elección. Pero la verdad está acá, pegada en el asfalto, escrita en estas paredes, cantada en las letras del Pity: vivimos en un país que fabrica su propia violencia y después se horroriza por las criaturas que creó.
Y al final, después de caminar estas cuadras y escucharlo en cada rincón, entiendo por qué Pity fue símbolo de algo más grande que él mismo. Fue símbolo de una Argentina que existe aunque muchos no la quieran ver. Una Argentina hecha de abandono, de droga como refugio, de violencia como idioma, de música como única forma de decir lo que nadie quiere escuchar.
Si no hacemos algo, si seguimos mirando para otro lado, si seguimos criminalizando sin entender, el barro va a seguir ahí, húmedo, silencioso, esperando a que otra historia se hunda en él.
Y la pregunta va a seguir siendo la misma:
¿Se puede sobrevivir al barrio sin volverse Pity?

