Marcelo Valko: Desmemoria en el Templo de los Qom

Invitado por el Instituto de Cultura del Chaco, viaje a esa provincia a presentar Pedagogía de la Desmemoria. La idea inicial era realizar una conferencia en la Casa de las Culturas ubicada en el centro de Resistencia. Pero antes de salir de Buenos Aires, los compañeros de Cultura me propusieron llegar un día antes para presentar el texto en el interior, en una comunidad Qom en proximidades de Pampa del Indio, distante unos 260 kms de la capital provincial. Acepte con gusto. El avión salió en horario. Tuve suerte ya que horas después cancelaron temporalmente los vuelos a raíz de las cenizas del volcán Puyehue. El viernes 1º de julio cuando la “ola polar” se había instalado con crudeza incluso en el norte del país, una camioneta 4×4 paso a buscarme por el hotel y salimos de Resistencia antes de las 17hs. A poco de andar pasamos por el monumento emplazado en el sitio de la masacre de Margarita Belén. Las 22 figuras que lo componen eternizan el instante de su muerte y continúan denunciado los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura. En aquel entonces, la noche del 12 de diciembre de 1976, el lugar era un descampado. A la vera de la ruta 11, era un sitio ideal para un yacimiento de matanza. El conjunto escultórico me impresionó. Mis tres compañeros de viaje lo conocían y guardaron silencio. Solo el chofer mencionó: “ahí los mataron”. No pude evitar asociar con aquella carta que Juan Manuel de Rosas le escribe a Facundo Quiroga explicando el destino de los indios que caían en sus manos durante la Expedición al Desierto de 1832. La orden era tan lacónica como contundente: “ladearlos del camino y fusilarlos”. Durante largos kilómetros la conversación quedo amordazada.

Una feliz ronda de mate con una yerba sabrosa y aromática me devolvió al paisaje chaqueño, la camioneta volaba a una velocidad inquietante. Un sol enorme y rojo se descolgaba de un cielo límpido amenazando incendiar el horizonte. En aquel viaje hacia el noroeste chaqueño, ya por la ruta provincial 90, observé que en aquel extenso trayecto no queda nada del Impenetrable, apenas su recuerdo. La selva nativa fue devastada por hachas y topadoras. Apenas manchones de árboles y algo de monte bajo. Finalmente a eso de las 19, la hora prevista para la charla, llegamos a cercanías de Pampa del Indio. Un frío extremo y la noche cerrada nos alcanzaron cuando detuvimos la camioneta a la vera de una picada que daba a la ruta. A cierta distancia divisamos una linterna que nos hacía señas. Eran tres integrantes de la comunidad qom que nos estaban esperando, estoicos y sonrientes en medio de la helada. Al observar su mínima vestimenta, me avergoncé de sentir frío pese a mi abrigo. Con una pequeña motocicleta fueron los entusiastas baqueanos que nos guiaron al lugar donde estaban organizando una nueva presentación de mi Desmemoria… Los seguimos varios kilómetros por una huella que zigzagueaba bajo una fiesta de miles de estrellas. Avanzamos lentamente dado el estado del camino de tierra carcomido por las lluvias. Más adelante, una tímida luz indicaba el final del camino. Habíamos llegado.

Los faros de la camioneta por un instante iluminaron un lapacho en cuyas ramas algunos pavos y gallinas se despertaron encandilados. Ni bien bajamos, una serie de perros infaltables nos salieron a chumbar hasta que fueron alejados por los gritos del dueño de casa que me recibió con gran deferencia. “Es el hombre del libro” escuche que le explicó el pastor qom a otro de los líderes de la comunidad. Más atrás vislumbre las formas de un corral. Próxima a la casa del pastor, estaba el templo, una muy modesta construcción de adobe y techo de chapas de 2da mano. Una única bombita iluminaba apenas el centro de la estancia dejando en penumbra los rincones.

La comunidad que había aceptado la propuesta del Instituto de Cultura para presentar el libro, había decidido realizarla en una iglesia evangélica. Cuando los compañeros me anunciaron que presentaríamos el libro en un templo, sonreí aceptando la broma, pero era la más pura verdad. Dado el tema del texto, un sitio religioso es el lugar que menos hubiese imaginado. Entiéndase que no es por desprecio ni mucho menos, aprendí a ser respetuoso de la gente que profesa una religiosidad sincera, cualquiera fuese su creencia. Pero los qom por razones de espacio, habían resuelto hacerlo allí. El único sitio que disponían con cierta amplitud.

En principio se acercaron pocas personas. Tímidos y cohibidos. Bromeando les dije que no se asustaran por mi cara de loco. El pastor sonrió apenas y mandó llamar a la gente que comenzó a sentarse en las escasas hileras de sillas desvencijadas, la mitad permaneció de pie. Me explicó que a algunos “más que a la cara de loco, le tienen miedo a los gringos que vienen con una jeringa y te chupan toda la sangre, por eso se esconden”. Finalmente los últimos chicos, los más temerosos, ingresaron acomodándose lo más cerca posible de la abertura que oficiaba de puerta, bien lejos del “gringo”. Empecé a hablar sobre el genocidio padecido por ranqueles y mapuches. Expliqué sobre los contagios de viruela, de los “depósitos de indios”, del reparto de niños “como si fueran perritos”, de la complicidad de la Iglesia , de las colecciones de cráneos de encumbrados científicos como el perito Moreno y Estanislao Zeballos, su compadre de correrías. El pastor, un qom de unos 60 años estaba parado junto a mí con las manos unidas y un rostro cada vez más compungido por el relato. Estaba vestido con la misma humildad que el resto. El foco de baja intensidad multiplicaba las sombras, pero aún así fui mostrando una a una las imágenes del apéndice del libro como apoyatura del relato. Los más chicos abrían los ojos grandes y redondos cuando hablaba sobre las cabezas coleccionadas por tantos próceres que en lugar de pedestales merecen prontuarios. Algunas jóvenes, por momentos se tapaban la cara. Otros sacaban fotos con sus celulares. Sospecho que varios, algunos abuelitos y niños, no eran hablantes de castellano.

Al terminar la charla se impuso un pesado silencio. Les recordé que en la misma ruta que conduce a Pampa del Indio, se encuentra el pueblo Presidente Roca. El pastor lanzó una reflexión que a algunos les puede parecer más que obvia, pero encierra una gran verdad: “lo que es malo, no es bueno”. Asentí y le dije que tenía toda la razón, que desde los organismos de DDHH, con respecto a los genocidas de ayer y de hoy siempre sostuvimos que “no olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos”. Me miró serio, quizás pensando en la doctrina cristiana que habla del perdón y la reconciliación, pero no agregó nada más sobre el tema.

Aliviados ante la inminente partida del “gringo”, los más chicos comenzaron a hacer bromas entre ellos, varios estaban descalzos y vestían un abrigo más que ligero. Salimos al patio. Helaba. El pastor recordó a su padre y las anécdotas sobre matanzas de indios “porque sí”. Varios comentaron sobre un mangrullo donde los soldados que estaban apostados “tiraban a todo indio que veían”. Otro mencionó la matanza del Zapallar por el año ´30. “Esto siempre pasó con nosotros”, aseguró con resignación. La gente de Cultura ya estaba en la camioneta esperándome. Nos abrazamos con los líderes de la comunidad. Mire el cielo estrellado, las gallinas acomodadas en el lapacho. Los perros ya no ladraban. Me despedí y subí a la cabina. El chofer enfiló hacia Resistencia. Neruda hubiese dicho que era “la hora de partir, oh! abandonado”.